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  • ruizpleguezuelos

Desnudos

En estos tiempos de literatura selfie, se lleva mucho lo de desnudarse ante los lectores. Contar un divorcio. Relatar el amor imposible. Recordar el daño que tu madre o tu padre te infligió. Ajustar cuentas con tu pasado de una manera más o menos biográfica y no ficcional se está poniendo de moda y, como cualquier tendencia, está produciendo textos muy buenos, pero también solemnes ridiculeces. Separando el polvo de la paja, conseguimos obras que te transportan al alma de un doliente y también textitos de escritores que exponen su persona y a cuantos han tenido la mala fortuna de estar a su alrededor para no conseguir nada artísticamente hablando, aparte de expulsar los demonios que llevaran dentro. Eso de la literatura como limpieza del alma no es nuevo, claro. Pero lo que sí es tendencia es olvidar que para que la literatura sea autorreferente, igual uno tiene que preocuparse sobre todo de que llegue a ser literatura. Estas autobiografías envenenadas suelen funcionar bastante bien en ventas, porque el siglo XXI tiene la enfermedad del voyeur, y disfrutamos mucho metiendo la nariz en las vidas ajenas, desde la foto robada y publicada de manera inmediata al libro macerado en la oscuridad de años de resentimiento.

La literatura del yo nos ha dejado textos inestimables, que recrean la asimilación del dolor por la pérdida de un ser querido, desde aquellas Coplas por la muerte de su padre de Jorge Manrique hasta el magnífico El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince. Al género del dolor por la muerte de un ser querido le han seguido otras muchas vertientes del desnudo emocional, especialmente en el ámbito familiar, que ya no buscaban tanto al otro sino que iban acercándose de manera cada vez más peligrosa al ombligo del escritor.

Yo siempre me he planteado qué pensará el círculo real del autor, el que es retratado en sus miserias por él. El mundo del libro tiene un juicio pendiente sobre ese término tan poco recordado del decoro, que se suele definir en diccionarios como el respeto que se debe a una persona. La primera de esas decisiones imposibles de dilucidar es si es lícito usar siempre y en toda circunstancia el nombre real de una persona-personaje.

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El siglo XXI tiene la enfermedad del voyeur, y disfrutamos mucho metiendo la nariz en las vidas ajenas, desde la foto robada y publicada de manera inmediata al libro macerado en la oscuridad de años de resentimiento.

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Recordarán el suceso de Los últimos días de Adelaida García Morales, la novela de Elvira Navarro en la que nos sumergimos en los tramos finales de esta enigmática escritora. Víctor Erice, expareja de Adelaida García Morales, cargó contra Elvira Navarro en algún artículo acusándola de apropiarse de un tema que, por decirlo de alguna forma, no le pertenecía. Hagan memoria igualmente el escándalo del triunfo de Vanessa Springora con Le consentement, relato de la relación que mantuvo cuando contaba con catorce años con el escritor de cincuenta Gabriel Matzneff. Tuvimos además la moda de Karl Ove Knausgard, un tipo que contaba sus desayunos y si buscaba algo en Google o no. Hace un par de años, me tocó reseñar alguna obra de otro ejemplo de autoficción extrema, el caso de Borja Ortiz de Gondra, autor que ya lleva tiempo en esto de ficcionar su entorno más cercano, ofreciendo detalles concretos sobre su historia reciente y la de quienes le rodean. Digo que lleva tiempo porque esta novela sobre su familia no es su primera incursión en la autoficción rigurosa —aquella en la que se dan detalles más que concretos del entorno y quienes lo habitan, sin el habitual trabajo de enmascaramiento—, pues ya había despachado obras de teatro que ajustaban cuentas con su historia, como Los Gondra o Los otros Gondra. Alguien que se llama Borja Ortiz de Gondra.

Corren tiempos de exhibicionismo, como digo, y las letras también se pasan a la fiebre selfie. Internet nos ha empujado a retransmitir nuestra vida, fotografiar cada momento y mostrárselo al mundo, y los escritores no han escapado a esta tendencia entre reveladora y desinhibida. No veo a ninguno de nuestros autores haciéndose una foto desnudos frente al espejo —ni Dios lo premita, que decía la gran Lola Flores— pero muchos han transitado y transitan la senda entre narcisista y exhibicionista en la que se cuenta todo.

¿Debe existir un límite en el uso y referencia de personas en la ficción? ¿Todo es materia novelable? Hay desnudos emocionales eternos, de una belleza perturbadora, y otros que no son más que carne expuesta. La verdadera pregunta es si el hecho de que sean obras artísticas de primer orden les hace merecedores de una patente de corso con respecto al retrato de su entorno, o si los textos flojitos son igualmente lícitos como propuesta, independientemente de la cota de arte que alcancen. El gran error probablemente llegue, insisto, cuando no haya obra de arte, cuando no hay literatura, y lo que tengamos delante no sea más que un desnudo entre obsceno y melancólico.

Al final, como en tantas cuestiones artísticas, la llave para la libertad está en la calidad. Se te permite transgredir las normas —en este caso del derecho a la intimidad de las personas—si el mundo gana algo con tu atrevimiento.

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