Francisco Umbral, siempre dispuesto a alabar de un modo único a sus escritores queridos, afirmó una vez en esas magníficas columnas que tanto añoramos que Azorín nos enseñó aquello de un «filósofo, grande o pequeño, es el que se para a mirar las cosas, a pensar sobre ellas, a dejar que le influyan silenciosamente con su efluvio de pequeños planetas.» La afirmación me parece una genialidad, porque es cierto que si uno vuelve a obras como La voluntad o Castilla, encuentra sobre todo una forma de mirar las cosas, con el dulce extrañamiento del que visita una tierra por vez primera. Igual que el Principito de Saint-Exupéry recorre planetas que nadie conoce, Azorín te describe un campanario como si nunca nadie hubiera visto uno. Es lo que tiene la genialidad, que te muestra lo visible de una forma que no reconoces.
No nos merecemos un escritor como Azorín, y por eso celebramos los 150 años de su nacimiento sin celebrarlos, no haciendo nada o con unos gestitos institucionales que no están a la altura de su figura. No quiero imaginarme qué año llevaríamos si el de Alicante fuera escritor francés. De cualquier forma, el mejor modo de recordar a un autor es leerle, naturalmente, y ahí es donde tenemos que concentrar nuestros esfuerzos. Intentar que vuelva a las aulas, que se trate en los clubes de lectura, que se dé visibilidad a sus ediciones.
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Azorín te describe un campanario como si nunca nadie hubiera visto uno. Es lo que tiene la genialidad, que te muestra lo visible de una forma que no reconoces.
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La primera vez que leí Confesiones de un filósofo no podía creer lo que tenía en las manos. Su lectura me dejó conmocionado, atónito. Aquel escritor componía todo un universo con los materiales más sencillos. El mundo entero en cuatro, cinco palabras. Una especie de aforismo narrativo y puesto en marcha. Los adjetivos adecuados en el lugar perfecto: «Y entonces, estremecido, enervado, retorno a la mesa y dudo ante las cuartillas de si un pobre hombre como yo, es decir, de si un pequeño filósofo, que vive en un grano de arena perdido en lo infinito, debe estampar en el papel los minúsculos acontecimientos de su vida prosaica...»
Es muy posible que el vocabulario que Azorín empleaba en sus textos, de cierta complejidad, haga difícil que las nuevas generaciones lleguen a disfrutarlo. Es más que probable que no encuentre lectores en las próximas generaciones, de manera que estaríamos hablando de celebrar su segunda defunción, esta vez literaria, en lugar de su nacimiento. El lunes pasado, en Sevilla, un profesor de literatura hispanoamericana me decía que los futuros ¡filólogos! a los que preparaba no entendían a García Márquez. Que El coronel no tiene quien le escriba les parecía muy raro. No con la extrañeza deslumbrada de la vida como descubrimiento en Azorín, sino con la oscura estupefacción del desconocimiento.
España, en su vaivén de leyes educativas que compiten por cuál es la menos exigente, ha expulsado a Azorín. La generación de las 6.000 palabras necesita novelistas de 6.000 palabras, y en eso estamos. No me hagan dar nombres.
¿En qué consiste el estilo y legado de Azorín? Si me permiten el juego de palabras algo facilón, lo que hacía Azorín era un impresionismo impresionante. Deslumbrar en una pincelada. Decir tanto con muy pocas palabras. Vivir más de noventa años agarrado a una sintaxis sinfónicamente sencilla.
Viajó mucho para entender mejor a España. Como buen hijo del 98, nos comprendió muy bien, supo interpretar cómo éramos y de qué pie cojeamos. Amaba nuestras íntimas contradicciones, o más qué eso: hizo literatura en las grietas de esa Castilla que somos todos.
Siempre es buen momento para leer a Azorín. Nunca es tarde para descubrir, de su mano, que no hay mar en Castilla: « No puede ver el mar la solitaria y melancólica Castilla. Está muy lejos el mar de estas campiñas llanas, rasas, yermas, polvorientas… »
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